miércoles, 11 de abril de 2018

La nada y las entrañas

Dejar vagar la vista en el desierto es contemplar la nada y el todo. Es un paisaje aparentemente monótono, cielo y arena, pero prestando atención pueden apreciarse muchos matices. Alzo mis ojos para recorrer la línea que separa el azul del naranja: estoy en lo que podría ser el escenario de una película apocalíptica o el fondo de escritorio de Windows.
Camino buscando una duna a la que ascender para ver la caída del sol. La encuentro y me invade una profunda sensación de inmensidad, ¿Seré capaz de llegar arriba? Si mi vista no me engaña la cima es completamente vertical, pero la composición dúctil del terreno me da la confianza suficiente para ascender. Hace calor y sobran los zapatos, pero necesito las manos para ayudarme a subir, así que continúo con las botas puestas deseando coronar la cima y descalzarme. Subir me mantiene en un estado de concentración absoluta: No pienso más allá que en el siguiente paso, en la distancia recorrida y en las ganas que tengo de llegar. Acostumbrada a la inmediatez sin esfuerzo me imagino como una heroína épica. Qué poco hace falta para arrancarme pensamientos desmesurados. Paralelamente soy consciente de que estoy fuera del 5% de la población apta para sobrevivir en situaciones extremas. Está bien conocer los límites propios.
Llego, claro que llego. Respiro profundo y paseo la mirada por todo lo que mis ojos pueden abarcar: El esfuerzo físico queda atrás y los matices comienzan a surgir. Las diferentes dunas, algunas más pequeñas, otras más grandes. Muy naranjas o muy marrones. Bañadas de luz o completamente en sombra. Veo la nada, escucho la nada, huelo la nada: La nada me sacude los sentidos para llenar del todo los pensamientos. Este desierto es para perderse en las propias entrañas.